Pasó noches sin dormir para no soñar con ella. La mera aparición de su figura en sus sueños más profundos le hacía temblar. Temía ese instante fugaz en el que el subconsciente la hacía aparecer por una fracción de segundo para difuminarla en la más etérea nada. La hoja, ya marchita, que cae describiendo una perfecta parábola para acabar sus días yaciendo en el frío asfalto. Una estrella fugaz que tras un momento de brillo intenso se disipa en la más absoluta oscuridad. Una ola que emerge con fuerza en el fondo del mar para acabar muriendo mansamente en la orilla. Todo aquello que fue pero ya no es. La pangea de su vida.
Aún recordaba ese con todo detalle esa tarde de otoño en la que presento su rendición sin condiciones. Entregó las armas y se preparó para entrar en el lado de los vencidos, a aceptar el rol de perdedor que le tocaba jugar sin querer seguir en la batalla. Ese mismo día empezó su particular vía crucis, el cautiverio de su alma por los diferentes campos de reclusión del amor. Durante años vagó por sus particulares gulags, laogais y campos de concentración. Había perdido su guerra civil. Ahora, de vuelta en la ciudad, todo estaba igual. El escenario seguía siendo el mismo pero faltaba la actriz principal, la obra no podía comenzar. Sabía que ya nunca volvería, que nunca más habría otra representación. Mientras tanto, tenía que conformarse con pasear por aquellos decorados que un día fueron de los dos. Subir las montañas que un día coronaron juntos, observar las mismas estrellas que contemplaron tantas noches.
Se dirigió al puerto dispuesto a contemplar la tranquilidad de sus aguas. La noche era oscura como su melena, profunda como su mirada. El mar susurraba versos de Neruda. Estrofas de Silvio. Me gusta cuando callas, porque estás como ausente. Ojalá pasé algo, que te borre de pronto. Ahora me dejen tranquilo, ahora se acostumbren sin mí. Qué me tenga cuidado el amor, que le puedo cantar su canción. De otro. Será de otro. Como antes de mis besos. Como antes de la derrota. No entendía nada. Se levantó para volver a casa convencido de que no podía luchar más contra la dictadura de su corazón. Al fin y al cabo, la dictadura no entiende de poesía. Ni de prosa. Ni de nada.
Aún recordaba ese con todo detalle esa tarde de otoño en la que presento su rendición sin condiciones. Entregó las armas y se preparó para entrar en el lado de los vencidos, a aceptar el rol de perdedor que le tocaba jugar sin querer seguir en la batalla. Ese mismo día empezó su particular vía crucis, el cautiverio de su alma por los diferentes campos de reclusión del amor. Durante años vagó por sus particulares gulags, laogais y campos de concentración. Había perdido su guerra civil. Ahora, de vuelta en la ciudad, todo estaba igual. El escenario seguía siendo el mismo pero faltaba la actriz principal, la obra no podía comenzar. Sabía que ya nunca volvería, que nunca más habría otra representación. Mientras tanto, tenía que conformarse con pasear por aquellos decorados que un día fueron de los dos. Subir las montañas que un día coronaron juntos, observar las mismas estrellas que contemplaron tantas noches.
Se dirigió al puerto dispuesto a contemplar la tranquilidad de sus aguas. La noche era oscura como su melena, profunda como su mirada. El mar susurraba versos de Neruda. Estrofas de Silvio. Me gusta cuando callas, porque estás como ausente. Ojalá pasé algo, que te borre de pronto. Ahora me dejen tranquilo, ahora se acostumbren sin mí. Qué me tenga cuidado el amor, que le puedo cantar su canción. De otro. Será de otro. Como antes de mis besos. Como antes de la derrota. No entendía nada. Se levantó para volver a casa convencido de que no podía luchar más contra la dictadura de su corazón. Al fin y al cabo, la dictadura no entiende de poesía. Ni de prosa. Ni de nada.
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