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Phillies

El Phillies estaba a punto de echar la persiana cuando entré apresuradamente y pedí un Dry Martini. El viejo Tom ya limpiaba la barra y recogía los vasos. Estaba a punto de cerrar el antro. Aún así, me sirvió la copa con relativa rapidez, no sin antes lanzarme una mirada de desprecio por hacerle trabajar cuando ya no contaba con ello. Al fondo de la barra en L, mi objetivo, el siempre generoso señor Tackle, sacaba varios billetes de un dólar para invitar a quién parecía una señorita de compañía a otra ronda de lo que quisiera que fuera aquel brebaje naranja que bebía. Él, apuraba con ansiosos sorbos los restos de lo que parecía haber sido un whisky On the rocks. Observé que no era el primero. Las muestras de embriaguez en su persona eran evidentes.  Animado por mi tardía petición alcohólica, el señor Tackle no se limitó a pagar lo consumido, si no que emitió un grito gutural para llamar al viejo Tom y pidió un whisky doble On the rocks, como yo había supuesto. Mi barman de con
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Aquel lugar

Superado por las circunstancias y hechizado aún por sus claros ojos negros se vistió sus alas y se dispuso a volar. Nunca fue fácil volar sin rumbo sin saber dónde parar, si bien es cierto que batir las alas sin un destino final predeterminado deja abierto el mundo entero a aquel que emprende su viaje. Ataviado con sus alas del olvido, sobrevoló sabanas, estepas y taigas, océanos, lagos y ríos, volcanes, fallas y cañones, buscando un lugar adecuado para plantar de nuevo sus pies en tierra firme, surcando los aires de los cinco continentes, o de los seis, o de los siete, dependiendo de la opinión del interlocutor al que se le consulte. Hasta que un buen día, ya cansado de volar, decidió parar en aquel paraje inhóspito que, según se decía, llamaban “Vergel del Fuego Eterno”, que ni era un vergel, ni tenía fuego, ni por supuesto y como se demostraría más adelante, era eterno. Era allí donde se unían con perfección el cielo y el mar, donde el horizonte era trazado por los

Vámonos

Aquí no hay nada que hacer, este mundo está loco. Coge tus cosas y vámonos, unicornio. Mira a tu alrededor ya que puede ser la última vez que veas estas calles. Y esos montes, mira esos montes. Probablemente, tampoco vuelvas a verlos. Además, y en el supuesto improbable de que volvieras por aquí, esos montes serían ya calles como las que nunca más verás. No aguanto más aquí, ni un minuto más. Todo lo que soñé y lo que me quedaba por soñar ya no existe, ni existirá jamás. Este no es un mundo para soñadores, unicornio, creo que ya lo habrás aprendido. Supongo que ya lo he visto todo, no puedo ya confiar en una sociedad mejor, más justa. De hecho, parece bastante obvio que la justicia se ha acabado, se ha agotado, ha muerto. Como moriremos nosotros si nos quedamos aquí. No hay ni un minuto que perder. Tenemos que marchar, aprisa. Sé que no te lo vas a creer unicornio, pero aquí te meten a la cárcel por cantar. Sí sí, como lo oyes, por cantar cosas que no les gustan. Vienen y te encier

No en mi colchón

Al principio lo hacíamos a escondidas, como dos fugitivos, cuando mis padres no estaban de casa. La adrenalina de poder ser sorprendidos nos movía. De hecho, nos movía a empezar según salían por la puerta. El morbo de saber que puedes ser cazado. Un riesgo que le añade un cariz especial a aquello que puede parecer cotidiano o exento de interés. Aun recuerdo cuando mi madre, enfadada ya que era relativamente nuevo, nos dijo que había que comprar otro colchón. Los muelles estaban completamente destrozados. En ese trozo de, no sé como definirlo, tela, metal y espuma no se iba a volver a tumbar nadie con dos dedos de frente. - ¡Si no tiene ni dos años, ya no hacen las cosas como antes! - La recuerdo oír gritar con una furia que hubiera enrojecido al mismísimo Satanás, encarnación suprema del mal. Yo, con el disimulo de un actor de Hollywood, le daba la razón. Ya no hacen las cosas como antes, es verdad. Las bombillas se funden, las lavadoras se rompen en menos de diez años y cualquier

Entre rejas

Su vida giraba y giraba sin parecer tener un destino determinado. Buscaba cada mañana un sentido, una razón, algo. Pero siendo sinceros, todo hacía presagiar que su corta existencia terminaría igual que había comenzado, en soledad, sin sus hermanos, sin sus padres, sin nada. Cada día era igual que el anterior, calcado al siguiente. Los paseos por la pequeña estancia se hacían intermin ables. La monotonía controlaba su vida. Igual que controla la del oficinista sinsorgo que pasea su bolsa de cuero de negro de su solitaria casa a su ataúd en forma de puesto de trabajo, igual que controla la del operario que ve pasar y pasar piezas con la inútil esperanza de encontrar un defecto, una diferencia. Igual que controla las almas de millones de zombis que pasean sus cuerpos por las grandes ciudades de todo el mundo controlados y dominados por un ente maligno llamado dinero. De vez en cuando escalaba. Le gustaba escalar. Realmente estaba obligado a que le gustara escalar. Era de

Hasta nunca

Fuera llovía con intensidad. Dentro no, como se le presupone a una cafetería cualquiera. Dentro de ellos la tormenta era aún mayor. El café estaba ya frío, aunque no tanto como la conversación entre ambos. Después de tantos años no encontraban una sola palabra que decirse, parecía estar todo dicho. Se miraron fijamente como dos gladiadores que saben que se van a enfrentar a vida o muerte. —Hasta luego. —Hasta nunca. Un hasta nunca que no tuvo nada de despedida, ni de olvido, ni de final. Hay dos tipos de manera de despedirse. Por un lado están las despedidas que, sabiendo que son definitivas, se adornan con frases vacías que posibilitan un hipotético pero a todas luces irreal reencuentro. A ver si nos vemos pronto, ya hablamos, que te vaya bien y ya nos encontraremos algún día. Están por otra parte las despedidas que pareciendo más definitivas, no llegan a serlo hasta dentro días, años, o incluso nunca, ya sea por un contacto directo, indirecto o de esos que quedan tácitos en

Diario de un francotirador

Tiene que ser muy gracioso pasar por las celdas y vernos a todos ahí sentados, con nuestros buzos naranjas, un estilo mezcla de electricistas y monjes budistas. No sé quién idearía tan poco elegantes vestimentas, pero seguro que ningún diseñador francés o italiano de prestigio. La vida aquí en el corredor de la muerte no es tan mala como dicen. Tengo paz, tiempo para descansar y puedo disfrutar de la fama que merecidamente he obtenido. En los periódicos de toda Florida ya me han bautizado como “El francotirador de Tampa”. Un apodo merecido. No en vano, mi buena puntería para acertar con los dieciséis indeseables desde la azotea del Ford Building me ha ayudado a conseguir ese sobrenombre. Sé que solo me queda media hora escasa de vida, pero eso ahora mismo no me preocupa, ya soy famoso. Cuando compré mi 338 Lapua Magnum no imaginaba que llegaría a ser tan conocido. Fue una compra costosa, un fusil francotirador de 4.000 dólares no se compra todos los días, pero mi antiguo 22 Long Rifl