Allí estaba ella, acostada, tan hermosa y radiante como siempre pero más cerca que nunca. Un camisón azul cubría parte de su cuerpo dejando a la imaginación el trabajo de averiguar que habría debajo. Su pelo, rubio y liso, acariciaba sus hombros con la suavidad con la que las esporas acarician la tierra en primavera. Era el cabello más brillante que hubiera visto nunca. Sus grandes ojos verdes luchaban por no caer, aunque inevitablemente lo harían, bajo el influjo de Morfeo. Su pequeña y fina nariz inhalaba y exhalaba aire acompasadamente al ritmo que dictaba su corazón. Unos labios carnosos y llenos de dulzura y unos pómulos cincelados con un ángulo perfecto completaban un rostro que cualquier artista del renacimiento hubiera soñado esculpir. Se quedó observándola hechizado y cegado por el destello de su blanca piel. Su mente retrocedió en el tiempo y volvió al día en que se conocieron, la vez que la vio por primera vez. Él era un adolescente cualquiera, uno de esos chavales con gra