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No en mi colchón

Al principio lo hacíamos a escondidas, como dos fugitivos, cuando mis padres no estaban de casa. La adrenalina de poder ser sorprendidos nos movía. De hecho, nos movía a empezar según salían por la puerta. El morbo de saber que puedes ser cazado. Un riesgo que le añade un cariz especial a aquello que puede parecer cotidiano o exento de interés. Aun recuerdo cuando mi madre, enfadada ya que era relativamente nuevo, nos dijo que había que comprar otro colchón. Los muelles estaban completamente destrozados. En ese trozo de, no sé como definirlo, tela, metal y espuma no se iba a volver a tumbar nadie con dos dedos de frente.

- ¡Si no tiene ni dos años, ya no hacen las cosas como antes! - La recuerdo oír gritar con una furia que hubiera enrojecido al mismísimo Satanás, encarnación suprema del mal.

Yo, con el disimulo de un actor de Hollywood, le daba la razón. Ya no hacen las cosas como antes, es verdad. Las bombillas se funden, las lavadoras se rompen en menos de diez años y cualquier aparato electrónico queda inválido cuando la compañía de turno quiere. Y que decir de los colchones. Los colchones de hoy en día no valen para nada. Obsolescencia programada, que llaman.
En mi ser, en lo más profundo de mi ser (y no tan profundo) sabía que en ese caso no era así. Una carcajada interna recorría todo mi cuerpo, mezcla de picardía y de ocultación de datos.  El colchón se rompía de la tralla que le dábamos.

Recuerdo todos aquellos días que, encerrados en la habitación, oíamos el giro de la cerradura y nos preparábamos para que en cuestión de segundos pareciera que allí no había pasado nada. Cuando aparecíamos con nuestra mejor sonrisa, sudados y fatigados, soltábamos al visitante de turno lo primero que nos pasaba por la cabeza. Siempre se creían nuestra versión de que habíamos estado jugando. Juegos de niños, pensaban. Versión, que por otra parte, era en gran medida cierta.

Con el tiempo nos empezó a dar un poco igual, y ya lo hacíamos a todas horas. Mi madre nos regañaba, lógico, pero al día siguiente todo había pasado. En una semana nos volvía a pillar con las manos en la masa y otra vez la misma historia. Pero en realidad, sabía que nos hacía felices. Tanto a mi como a mi hermano pequeño, tirar el colchón al suelo y saltar sobre él mientras nos pegamos con las almohadas es de las cosas que más nos han gustado siempre.



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