El Phillies
estaba a punto de echar la persiana cuando entré apresuradamente y pedí un Dry
Martini. El viejo Tom ya limpiaba la barra y recogía los vasos. Estaba a punto
de cerrar el antro. Aún así, me sirvió la copa con relativa rapidez, no sin antes
lanzarme una mirada de desprecio por hacerle trabajar cuando ya no contaba con
ello. Al fondo de la barra en L, mi objetivo, el siempre generoso señor Tackle,
sacaba varios billetes de un dólar para invitar a quién parecía una señorita de
compañía a otra ronda de lo que quisiera que fuera aquel brebaje naranja que
bebía. Él, apuraba con ansiosos sorbos los restos de lo que parecía haber sido
un whisky On the rocks. Observé que no era el primero. Las muestras de
embriaguez en su persona eran evidentes.
Animado por mi
tardía petición alcohólica, el señor Tackle no se limitó a pagar lo consumido,
si no que emitió un grito gutural para llamar al viejo Tom y pidió un whisky
doble On the rocks, como yo había supuesto. Mi barman de confianza se apresuró
a servírselo, sobre todo después de captar mi guiño de ojo derecho. El guiño de
ojo derecho era la señal para hacer ver a mi amigo y confidente que la
situación requería de un tacto especial. No eran pocos los casos que había
resuelto con su inestimable colaboración y, sobre todo, la del alcohol de aquel
local de olor dulzón y paredes desconchadas.
Conocí al viejo
Tom en un bar de mala muerte en el downtown de Chicago. Él era un veterano de
la guerra de Korea que había vuelto a Illinois. Yo tan solo un joven que estaba
de paso como estaba tantas veces en tantas otras ciudades de los Estados
Unidos. Después de varios tragos me confesó que había matado a mucha gente, y
que había visto a niños arder como si fueran antorchas. Todo aquello le había
hecho caer en la miseria, además de en un profundo alcoholismo. Pero como buen
hombre del campo que era, se levantó y consiguió salir de aquella espiral de
destrucción en la que se encontraba. El bar que regentaba, el Phillies, le daba
para comer y para algunos vicios que aún mantenía. A mí, me ayudaba a cerrar
algunos casos.
Mientras miraba de
reojo con disimulo y llevaba mi copa a la boca para mojarme los labios sucedió
algo que a la postre me facilitaría el trabajo sobremanera. El señor Tackle
cogió su billetera, que había dejado sobre la barra tras pagar la ronda, y se
la guardó en el bolsillo. Mejor dicho, fue a guardársela, ya que no acertó y
cayó al suelo. Me dirigí al servicio, cuya puerta de acceso se encontraba junto
al lugar donde la pareja ahogaba sus penas, y con un movimiento sibilino me
adueñé de ella. Ya tenía lo más importante; su identidad. Entre al servicio,
cerré la puerta, y pegué la oreja.
—…y por eso vine
a Chicago. Ella no me quería, y yo a ella tampoco —balbuceó bajo la atenta
mirada de ella.
—Vendrán tiempos
mejores, Ian. Seguro que vendrán —le respondió la fulana. Y añadió—: Lo único
que puede pararte es la muerte.
El señor Tackle
río, o sollozó, no puedo estar seguro, y dijo en un volumen más alto del que
debería haber usado:
—El sábado Lisa,
cuando todo ese cargamento esté en Gold Coast y esto haya acabado, podremos
huir lejos. Te compraré una casa en Cabo Cod. No, mejor, ¡nos iremos a San
Francisco! Siempre quise vivir en Frisco. Montaré una granja de avestruces.
Serás la reina de la Costa Oeste.
Ya tenía su
documentación y sabía donde se haría la entrega. Solo me faltaba pulir una
serie de detalles para que el señor Tackle ni siquiera se presentara. Me
ayudaría a ello el viejo Tom con una serie de “invita la casa” cada vez que el
hombre pedía otro whisky para evitar que buscara su billetero. Pronto tuvimos
al señor Tackle inconsciente en el suelo con una intoxicación etílica severa, y
a Lisa, que resulto no ser una meretriz (al menos no una oficial) si no una
joven con aspiraciones cinematográficas, de nuestro lado. Procedí a poner al
tanto de mis intenciones al barman y a Lisa, detallándoles minuciosamente los
detalles confesables de mi plan.
El sábado, desde
primera hora, esperamos pacientemente en aquel recóndito paraje de Massachussets
donde el material debía ser recogido. Tras dejar atado y amordazado al señor
Tackle en un piso destinado a este tipo de negocios, los tres nos habíamos embarcado
en un viaje de más de veinte horas para llegar hasta Gold Coast. Las horas
pasaban y el cargamento no llegaba. Y no llegó. Solo al día siguiente, tras haber
pasado más de un día en vela a la espera de aquel barco, nos enteramos de que
el señor Tackle también había sido engañado. El buque con el tabaco de
contrabando estaba siendo descargado realmente en un pequeño puerto cercano a
Savannah. Burlamos a quién ya había sido burlado. Reconociendo la derrota, volvimos
a subir al viejo Buick y recorrimos de nuevo las mil millas que nos separaban
de Chicago esperando que la vida nos regalara momentos mejores.
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