Fuera llovía con intensidad. Dentro no, como se le presupone
a una cafetería cualquiera. Dentro de ellos la tormenta era aún mayor. El café
estaba ya frío, aunque no tanto como la conversación entre ambos. Después de
tantos años no encontraban una sola palabra que decirse, parecía estar todo
dicho. Se miraron fijamente como dos
gladiadores que saben que se van a enfrentar a vida o muerte.
—Hasta luego.
—Hasta nunca.
Un hasta nunca que no tuvo nada de despedida, ni de olvido,
ni de final. Hay dos tipos de manera de despedirse. Por un lado están las
despedidas que, sabiendo que son definitivas, se adornan con frases vacías que
posibilitan un hipotético pero a todas luces irreal reencuentro. A ver si nos
vemos pronto, ya hablamos, que te vaya bien y ya nos encontraremos algún día.
Están por otra parte las despedidas que pareciendo más definitivas, no llegan a
serlo hasta dentro días, años, o incluso nunca, ya sea por un contacto directo,
indirecto o de esos que quedan tácitos en el aire. Esta que sucedió en una cafetería
de la que no importa el nombre fue de las segundas. De hecho más que un final
nos pintó un principio. Fue un hasta nunca que anunció el inicio de la
contienda, de las hostilidades, de la más cruenta de las batallas. La batalla
2.0.
Unos pocos minutos después de que esta no conversación
tuviera lugar, sus trescientos cuarenta y ocho amigos virtuales de Facebook podían
leer una frase agónica pero liberadora. Todo se acaba y a veces es lo mejor, toca
resurgir. Me gusta, me encanta, cara triste. ¿Qué te pasa? Los mensajes
privados volaban intentando encontrar el porqué de tan reveladora sentencia.
Una mezcla de ansiedad por el me gusta y depresión empezaba a surgir en sus
entrañas. ¿Es bueno o es malo que a la gente le guste esto? ¿Por qué me
preguntan? ¿Qué estarán pensando?
A unas pocas paradas de distancia del autobús cuarenta y ocho, la
otra parte de esta historia sacaba su Smartphone con cámara de catorce megapíxeles
para hacerse eso que Van Gogh llamaba un autorretrato pero que ahora llaman
selfie. Con la ventanilla de autobús mojada con gotas resbalando por su
superficie como melancólico fondo, subía la foto a Instagram con el título “Comienza
mi nueva vida”. Segundos después, el corazón le anunciaba nuevos likes. Comentarios.
Y más likes. Y aún más, hasta que la batería dijo basta cansada de ese teatro
de lo absurdo. A ver si llego a casa y cargo el móvil, que no puedo vivir con
esta incertidumbre que me provoca la falta de información.
Aprovechando que tenía el terminal en la mano para contestar
a la gente conectada y mientras el metro entraba en la última estación de la
línea, tuvo una gran idea. Te voy a borrar del Facebook, te vas a cagar. Y así
lo hizo. Dudó, pero lo hizo. Buscó el contacto y pinchó en “Eliminar de mis
amigos”. Realmente nunca fueron lo que se dice amigos por lo que la
ciberafirmación que le lanzaba el programa no era del todo exacta, pero tal
movimiento estratégico merecía pasar por veraz esa frase.
Nada más conectar el móvil al cargador comprobó si sus likes
habían subido. Y vaya si lo habían hecho, con likes de calidad, además. Ojalá
me dejaran todos los días. Se dispuso a hacer su pertinente publicación en Facebook,
pero antes le picó la curiosidad y le buscó. No podía ser, no estaba. Había
tenido la osadía de borrarle. Con toda la rabia que fue capaz de reunir, le
dejó de seguir en Instagram, bloqueó en Whatsapp, borró de Linkedin. También le
eliminaría de esa fantástica granja que habían creado y visto crecer juntos.
Unos días después, un amigo le dijo que había subido unas
fotos con un tío. Las imágenes no aclaraban nada y el pie de foto tampoco,
podía ser un amigo, un primo, o un hermano. No, imposible. No tenía hermanos. A
ver, déjame verlas. Ante la duda y por si acaso, juró venganza y la llevó a
cabo al siguiente sábado. Se fotografió alrededor de cinco millones de veces
con su amiga más guapa (con la que posteriormente y sin éxito intentaría algo
más que una foto) y colgó algunas de estas instantáneas en varios de sus
perfiles. La información estaba ahí, sin nada pero con algo.
La treta surgió efecto y, horrorizada, les dijo a sus amigas
que él ya tenía novia. Estaba claro, le había dejado por otra. Todo este tiempo
engañada, que caradura. No puede ser, no tiene vergüenza. Va a flipar. Aprovechando
su recién estrenado rollito primaveral, recordó su falsa afición por la
fotografía y cogió la réflex de su padre para hacer un trabajado reportaje
playero que demostrara a sus seguidores las bondades de su nuevo amor.
Durante meses, incluso años, los golpes se sucedieron de un
lado para otro como en un partido de tenis. Fotos de diversos viajes, poemas de
amor (a ninguno le gustaba la poesía), citas lapidarias. Y así siguen aún,
peleándose tristes en las redes sociales intentando demostrar quién de los dos
es más feliz.
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