Su vida giraba y giraba sin parecer tener un destino determinado.
Buscaba cada mañana un sentido, una razón, algo. Pero siendo sinceros,
todo hacía presagiar que su corta existencia terminaría igual que había
comenzado, en soledad, sin sus hermanos, sin sus padres, sin nada. Cada
día era igual que el anterior, calcado al siguiente. Los paseos por la
pequeña estancia se hacían interminables.
La monotonía controlaba su vida. Igual que controla la del oficinista
sinsorgo que pasea su bolsa de cuero de negro de su solitaria casa a su
ataúd en forma de puesto de trabajo, igual que controla la del operario
que ve pasar y pasar piezas con la inútil esperanza de encontrar un
defecto, una diferencia. Igual que controla las almas de millones de
zombis que pasean sus cuerpos por las grandes ciudades de todo el mundo
controlados y dominados por un ente maligno llamado dinero.
De vez en cuando escalaba. Le gustaba escalar. Realmente estaba obligado a que le gustara escalar. Era de las pocas cosas que se podían hacer en aquel espacio vacío. Era todo un experto, podía agarrarse con dos de cualquiera de sus extremidades, con una sola los días que se sentía con fuerza, y recorrerse todo el perímetro sin ninguna dificultad. Cuando terminaba, trotaba un poco en estático, por aquello de estirar los músculos. Después, la comida. Se había acostumbrado a aquella asquerosa mezcla. No le gustaba, aunque intuía que desde fuera pensaban que le volvía loco. Simplemente lo hacía por sobrevivir, instinto natural. No había diferencia entre esto y respirar. A veces, incluso se escondía parte por si vinieran tiempos peores. Estando en crisis, nunca se sabe de dónde puede empezar uno a quitarse gastos.
Pero un buen día, la cosa cambió. Un agujero nuevo apareció en el metálico cuadrilátero por arte de magia, como creado por una mano gigante. Una puerta al mundo exterior se abrió ante sus diminutos y negros ojos, como se abre la tierra provocando la más preciosa y aterradora de las dolinas. Algo o alguien le estaba brindando la oportunidad de cambiar de rumbo y arriesgarse a vivir. Se bajó de su rueda, olfateó, y al no intuir peligro alguno y poniendo en marcha su depurada técnica de escalada sin arneses, alcanzó la compuerta al tiempo que asomaba la cabeza para tener una mejor visión del terreno. Por primera vez en su vida, pudo saborear la libertad de vivir el peligro del mundo real. El cambio era un riesgo, riesgo que decidió asumir, y decidido, comenzó a correr todo lo que su anatomía le permitía escapando hacia la grandeza de la libertad.
Pierre nunca supo a ciencia cierta lo que había pasado, pero estuvo convencido hasta el fin de sus días de que aquella mañana de otoño su hermano menor abrió la compuerta de la jaula de Fiodor, su pequeño hámster ruso, dejándole escapar para siempre.
De vez en cuando escalaba. Le gustaba escalar. Realmente estaba obligado a que le gustara escalar. Era de las pocas cosas que se podían hacer en aquel espacio vacío. Era todo un experto, podía agarrarse con dos de cualquiera de sus extremidades, con una sola los días que se sentía con fuerza, y recorrerse todo el perímetro sin ninguna dificultad. Cuando terminaba, trotaba un poco en estático, por aquello de estirar los músculos. Después, la comida. Se había acostumbrado a aquella asquerosa mezcla. No le gustaba, aunque intuía que desde fuera pensaban que le volvía loco. Simplemente lo hacía por sobrevivir, instinto natural. No había diferencia entre esto y respirar. A veces, incluso se escondía parte por si vinieran tiempos peores. Estando en crisis, nunca se sabe de dónde puede empezar uno a quitarse gastos.
Pero un buen día, la cosa cambió. Un agujero nuevo apareció en el metálico cuadrilátero por arte de magia, como creado por una mano gigante. Una puerta al mundo exterior se abrió ante sus diminutos y negros ojos, como se abre la tierra provocando la más preciosa y aterradora de las dolinas. Algo o alguien le estaba brindando la oportunidad de cambiar de rumbo y arriesgarse a vivir. Se bajó de su rueda, olfateó, y al no intuir peligro alguno y poniendo en marcha su depurada técnica de escalada sin arneses, alcanzó la compuerta al tiempo que asomaba la cabeza para tener una mejor visión del terreno. Por primera vez en su vida, pudo saborear la libertad de vivir el peligro del mundo real. El cambio era un riesgo, riesgo que decidió asumir, y decidido, comenzó a correr todo lo que su anatomía le permitía escapando hacia la grandeza de la libertad.
Pierre nunca supo a ciencia cierta lo que había pasado, pero estuvo convencido hasta el fin de sus días de que aquella mañana de otoño su hermano menor abrió la compuerta de la jaula de Fiodor, su pequeño hámster ruso, dejándole escapar para siempre.
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