Superado por las circunstancias y hechizado aún por sus claros ojos
negros se vistió sus alas y se dispuso a volar. Nunca fue fácil volar
sin rumbo sin saber dónde parar, si bien es cierto que batir las alas
sin un destino final predeterminado deja abierto el mundo entero a aquel
que emprende su viaje. Ataviado con sus alas del olvido, sobrevoló
sabanas, estepas y taigas, océanos, lagos y ríos, volcanes, fallas y
cañones, buscando un lugar adecuado para plantar de
nuevo sus pies en tierra firme, surcando los aires de los cinco
continentes, o de los seis, o de los siete, dependiendo de la opinión
del interlocutor al que se le consulte. Hasta que un buen día, ya
cansado de volar, decidió parar en aquel paraje inhóspito que, según se
decía, llamaban “Vergel del Fuego Eterno”, que ni era un vergel, ni
tenía fuego, ni por supuesto y como se demostraría más adelante, era
eterno.
Era allí donde se unían con perfección el cielo y el mar, donde el horizonte era trazado por los ojos o el imaginario de quien lo observase, donde decidió comenzar su nueva vida terrestre. Allí donde la vida era simple y llana, donde no había que buscar la felicidad porque la felicidad era vivir. Era este un lugar en el que el tiempo no existía, y con ello tampoco la prisa. Había tormentas de arena, de nieve y tifones, pero nada era capaz de romper la armonía del espacio. Curiosamente, allí nadie más disponía de alas para poder escapar, porque tampoco eran necesarias. Dibujó su nuevo mundo con mimo, con detalle, intentando alejarlo y diferenciarlo de lo que había sido hasta entonces su vida. Para ello, intentó y consiguió borrar todos los recuerdos, materiales e inmateriales, que aún quedaban en su mente, no sin dificultad y grandes dosis de paciencia y meditación. En ese cálido, a veces frío, lugar no necesitaría más que su Yo más auténtico. Su nuevo hogar era muy verde, o muy rojo, o muy azul, o todos a la vez, o de la tonalidad que el escogiera, y olía a azafrán, a naftalina o a almizcle, o incluso no tenía olor. Su vida tenía ahora la forma que él quisiera.
Y un martes, o un miércoles, o un domingo, cosa que nunca sabremos porque allí el tiempo no existía y por tanto tampoco había manera de medirlo, de la manera menos pensada, llegó ella. Engalanada con unas alas que allí nadie más poseía, las alas del recuerdo, se posó suavemente sobre aquella tierra que no era de nada ni de nadie, que no conocía de pasiones, de amores, ni de desamores. Con su cuerpo tan perfectamente humano que no parecía humano y sus ojos azabache, le recordó que el hechizo seguía vigente, y que nunca podría deshacerse de él a menos que sus alas del olvido fueran más rápidas que aquellas del recuerdo. Y así, y hoy, continúa volando sobre desiertos, bosques y selvas, mares, acuíferos y glaciares, cráteres, cordilleras y crestas, intentando zafarse del hechizo que aquellos claros ojos negros le impusieran una vez.
Era allí donde se unían con perfección el cielo y el mar, donde el horizonte era trazado por los ojos o el imaginario de quien lo observase, donde decidió comenzar su nueva vida terrestre. Allí donde la vida era simple y llana, donde no había que buscar la felicidad porque la felicidad era vivir. Era este un lugar en el que el tiempo no existía, y con ello tampoco la prisa. Había tormentas de arena, de nieve y tifones, pero nada era capaz de romper la armonía del espacio. Curiosamente, allí nadie más disponía de alas para poder escapar, porque tampoco eran necesarias. Dibujó su nuevo mundo con mimo, con detalle, intentando alejarlo y diferenciarlo de lo que había sido hasta entonces su vida. Para ello, intentó y consiguió borrar todos los recuerdos, materiales e inmateriales, que aún quedaban en su mente, no sin dificultad y grandes dosis de paciencia y meditación. En ese cálido, a veces frío, lugar no necesitaría más que su Yo más auténtico. Su nuevo hogar era muy verde, o muy rojo, o muy azul, o todos a la vez, o de la tonalidad que el escogiera, y olía a azafrán, a naftalina o a almizcle, o incluso no tenía olor. Su vida tenía ahora la forma que él quisiera.
Y un martes, o un miércoles, o un domingo, cosa que nunca sabremos porque allí el tiempo no existía y por tanto tampoco había manera de medirlo, de la manera menos pensada, llegó ella. Engalanada con unas alas que allí nadie más poseía, las alas del recuerdo, se posó suavemente sobre aquella tierra que no era de nada ni de nadie, que no conocía de pasiones, de amores, ni de desamores. Con su cuerpo tan perfectamente humano que no parecía humano y sus ojos azabache, le recordó que el hechizo seguía vigente, y que nunca podría deshacerse de él a menos que sus alas del olvido fueran más rápidas que aquellas del recuerdo. Y así, y hoy, continúa volando sobre desiertos, bosques y selvas, mares, acuíferos y glaciares, cráteres, cordilleras y crestas, intentando zafarse del hechizo que aquellos claros ojos negros le impusieran una vez.
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