Caminas tranquilamente por la calle desierta, vacía, casi
desnuda, absorto en tus pensamientos, cuando de repente un dragón rojo moteado
echando fuego por la boca sobrevuela tu cabeza a escasos dos metros. De la que
te acabas de librar. ¿Un dragón rojo aquí, en Vladivostok? Raro cuanto menos.
No hay ningún aeropuerto de dragones cerca. Se habrá perdido, parecía
desorientado. No le des más vueltas, un dragón
buscando el camino de regreso a su hogar, ya está. Hace algo de fresco, -32
grados centígrados, y aunque vas en manga corta te metes las manos en el
bolsillo para compensar la temperatura. Elevas la mirada al cielo buscando más
peligros, y observas que este luce de un brillante color naranja. Te mosqueas
bastante al no apreciar su habitual color verde esmeralda, y rápidamente hilas
muy fino: una central nuclear ha explotado dejando escapar toneladas de uranio
enriquecido. Te cuesta respirar. Serán los primeros síntomas de aspirar U-235.
Para refugiarte, te metes en un bar que ves en las esquina dos calles más adelante. Fuera tiene cocoteros, un río con rápidos y pirañas y un alcornoque milenario. Mala pinta no tiene. Entras a gatas rodeando el río intentando evitar la nube tóxica. Dentro, un octogenario camarero hipster, dos niñas de unos ocho años tomándose un gintonic y un tigre de bengala. Te observan de arriba a abajo nada más cruzar la puerta. Música de didgeridoo y gas sarín saliendo por los conductos de ventilación. De puta madre. Parece que hay ambiente. Te pides un Jhonnie Walker Etiqueta Azul y te sientas en la esquina derecha opuesta a la barra preparándote para degustarlo. Al primer sorbo te das cuenta que realmente te ha puesto un Etiqueta Verde a precio de Etiqueta Azul y te enzarzas en una acalorada discusión con el camarero que pronto llega a las manos. El tigre, amigo íntimo suyo, te ataca por la espalda en un descuido. Al principio te acojonas porque te ha pillado desprevenido, pero pronto recuperas el pulso y la cordura. Joder, que eres de Bilbao. Puedes tener miedo de bailar salsa, de de que una mujer intente ligar contigo, pero ¿de un tigre? No, de un tigre no. Lo desollas con tus propias manos y sales haciendo el Moonwalk mientras las niñas lloran pidiendo matar su propio tigre.
Tuerces a la izquierda en dirección al vertedero de sueños a depositar los pocos que te quedan y al llegar te encuentras con un hombre, de mediana edad, al que rápidamente identificas como "el hijo de puta que te jodía la vida de pequeño". Comienzas a darle descargas eléctricas con el Taser que llevas colgado del cinturón para las ocasiones especiales hasta que, aburrido, se sienta a esperar que le mates. Decides que es mejor que siga con su puta mierda de vida, eso le dolerá más, y le dejas en posición fetal tarareando un tema de Juan Luis Guerra. Miras el reloj. Las agujas van al revés, por lo que crees que ya ha llegado la hora de emprender el camino de regreso a tu humilde morada. Y tan humilde, vives debajo del puente. Tomas, tras veinte minutos de running a ritmo alto, la avenida que te llevará hasta ella. Cuando ya estás a escasos doscientos metros, una cuadrilla de All Blacks intentan intimidarte bailando la Haka. Están de coña y lo sabes, así que te das unos golpes en el pecho y disfrutas del momento mientras fuegos artificiales estallan en el cielo dibujando perfectas figuras de mujeres desnudas. Llegas, ya arrastrándote por la fatiga de tu historia, a tu hogar. Pillas unos cartones húmedos y te acuestas al lado del lecho de tu amigo.
Al día siguiente despiertas en una cama de noventa tirado junto a tu colega, al que aún parece quedarle un rato de estado comatoso. Intentas reconstruir la noche, pero tus recuerdos son bastante difusos. Piensas en dragones, camareros, tigres, niñas alcohólicas, peleas, pirañas, explosiones y arboles exóticos. Tu abuelo y tus primas te miran sospechosamente raro al pasar. En casa, un gato, un loro, un acuario, un ficus retusa, humo de pan quemado, tus amigos en otra habitación con moratones, todo patas arriba. Probablemente hayas tenido un sueño bastante extraño, fantasioso, agitado, diferente. Y probablemente esa tortilla, el único recuerdo nítido que conservas y que con tanto mimo prepararon tus amigos, no fuera de níscalos como os habían hecho creer.
Para refugiarte, te metes en un bar que ves en las esquina dos calles más adelante. Fuera tiene cocoteros, un río con rápidos y pirañas y un alcornoque milenario. Mala pinta no tiene. Entras a gatas rodeando el río intentando evitar la nube tóxica. Dentro, un octogenario camarero hipster, dos niñas de unos ocho años tomándose un gintonic y un tigre de bengala. Te observan de arriba a abajo nada más cruzar la puerta. Música de didgeridoo y gas sarín saliendo por los conductos de ventilación. De puta madre. Parece que hay ambiente. Te pides un Jhonnie Walker Etiqueta Azul y te sientas en la esquina derecha opuesta a la barra preparándote para degustarlo. Al primer sorbo te das cuenta que realmente te ha puesto un Etiqueta Verde a precio de Etiqueta Azul y te enzarzas en una acalorada discusión con el camarero que pronto llega a las manos. El tigre, amigo íntimo suyo, te ataca por la espalda en un descuido. Al principio te acojonas porque te ha pillado desprevenido, pero pronto recuperas el pulso y la cordura. Joder, que eres de Bilbao. Puedes tener miedo de bailar salsa, de de que una mujer intente ligar contigo, pero ¿de un tigre? No, de un tigre no. Lo desollas con tus propias manos y sales haciendo el Moonwalk mientras las niñas lloran pidiendo matar su propio tigre.
Tuerces a la izquierda en dirección al vertedero de sueños a depositar los pocos que te quedan y al llegar te encuentras con un hombre, de mediana edad, al que rápidamente identificas como "el hijo de puta que te jodía la vida de pequeño". Comienzas a darle descargas eléctricas con el Taser que llevas colgado del cinturón para las ocasiones especiales hasta que, aburrido, se sienta a esperar que le mates. Decides que es mejor que siga con su puta mierda de vida, eso le dolerá más, y le dejas en posición fetal tarareando un tema de Juan Luis Guerra. Miras el reloj. Las agujas van al revés, por lo que crees que ya ha llegado la hora de emprender el camino de regreso a tu humilde morada. Y tan humilde, vives debajo del puente. Tomas, tras veinte minutos de running a ritmo alto, la avenida que te llevará hasta ella. Cuando ya estás a escasos doscientos metros, una cuadrilla de All Blacks intentan intimidarte bailando la Haka. Están de coña y lo sabes, así que te das unos golpes en el pecho y disfrutas del momento mientras fuegos artificiales estallan en el cielo dibujando perfectas figuras de mujeres desnudas. Llegas, ya arrastrándote por la fatiga de tu historia, a tu hogar. Pillas unos cartones húmedos y te acuestas al lado del lecho de tu amigo.
Al día siguiente despiertas en una cama de noventa tirado junto a tu colega, al que aún parece quedarle un rato de estado comatoso. Intentas reconstruir la noche, pero tus recuerdos son bastante difusos. Piensas en dragones, camareros, tigres, niñas alcohólicas, peleas, pirañas, explosiones y arboles exóticos. Tu abuelo y tus primas te miran sospechosamente raro al pasar. En casa, un gato, un loro, un acuario, un ficus retusa, humo de pan quemado, tus amigos en otra habitación con moratones, todo patas arriba. Probablemente hayas tenido un sueño bastante extraño, fantasioso, agitado, diferente. Y probablemente esa tortilla, el único recuerdo nítido que conservas y que con tanto mimo prepararon tus amigos, no fuera de níscalos como os habían hecho creer.
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